Despedida
- Equipo Dando Voz al Silencio
- 1 sept 2016
- 3 Min. de lectura

Caminaba bajo una enorme luna blanca, había decidido a propósito hacerlo con luna,por el sendero elegido. Desde hacía algo más de un año era más que consciente de la inevitable llegada de estemomento, y se había afanado en buscar una solución. Cualquier posible solución le llenaría de dolor y ésta, pensó, suponía la menos mala. Al menos no acabarían en un cubo de basura, revueltos con la porquería, destripados, separados, vejados de formas que se resistía a imaginar. Llevaba enla mochila a sus seres queridos. Una mochila enorme, sus muñecos abultaban más de lo imaginado. Siendo un chico, casi era un milagro haber conseguido acumular tantos muñecos en su corta vida. Dispuestos a evitar cualquier desviación sexual, sus padres y parientes solamente le habían regalado peluches, con formas de animales. Cerdo, perro, gato, pato, oso, burrito, gallina, pollito, tigre, cervatillo, oso otra vez, serpiente, ornitorrinco, más pato. Ninguno tenía sexo visible, para no desviarse sexualmente, supuso, pero para él siempre habían sido del mismo género que él, porque eran sus amigos. Tenía amigos humanos, en la escuela, en el barrio, en la parroquia, dondequiera. Pero los muñecos eran sus amigos. Y ahora sus padres habían decidido que él había crecido. Una decisión tomada por aquellos tipos, los mismos que a lo largo de su vida, su cortavida, decidieron tantas cosas determinantes por él, supuestamente para él. Lo más odioso de la infancia y la adolescencia es no poder defenderse de las decisiones de los adultos.
Debía salvar a sus amigos.
Llevaba ahorrando todo el año para emprender el viaje, de regreso le esperaría una bronca, algo sin importancia comparado con la magnitud de lo que se disponía a hacer.
El camino ascendía, aparentemente, recto, por el páramo. Sin embargo, él lo sabía, ascendía hasta el alto donde le esperaría el zorro, o sus descendientes. Él lo vería esperando, aunque no acudiese a la cita. No importaba,seguramente tendría otras cosas que hacer; el monte no te permite distraerte en citas si quieres sobrevivir. Le hubiera gustado, saber que el zorro sabía, saber que alguien cuidaría de ellos. ¿Cómo lo iban a pasar sin él? ¿Con quién hablarían en su lenguaje de silencios llenos de matices? ¿Qué haría él con el conocimiento de un lenguaje hablado por un puñado de criaturas mudas, proscritas de la conciencia común? Se sentirían solos, bueno, no, se tenían a ellos, al grupo, no le necesitaban a él, pero si él les abandonaba se sentirían abandonados. Sentirse abandonado es una herida sangrante, muy sangrante. Se convertiría en el autor de esa herida, receptor a un tiempo de la infringida a él al obligarlo a abandonar a quienes amaba.
El dolor es una cosa punzante nublando los sentidos.
El camino se desenvolvía ahora en descenso, confundido con el dolor.
Los pasos son los latidos son el tiempo.
Vivir era acercarse a la cueva, sin vuelta atrás, y morir antes de alcanzar la cueva significaba un
abandono aún más terrible, significaba dejarles pasto de un camino. Los caminos son voraces, se tragan las vidas, la única forma de sobrevivir consiste en alejarse. Tenía memorizado el sendero entre el sotobosque de jara y rosal, la vía casi perdida de acceso a una antigua dehesa, atravesando el paso entre las rocas rojas. Se internó en el otro lado, donde la roca se abría en bocas diseminadas a lo largo de kilómetros, protegidas de la vista por los robles, por el serbal. Confiaba plenamente en la capacidad de los buitres para guardar un secreto. Eligió una cueva, le pareció lo suficientemente alta en la pared de roca roja como para no inundarse cuando las lluvias del otoño anegaran el suelo arcilloso. Lo suficientemente alzada como para tener poca humedad. Y los sacó de la mochila. Uno por uno: pato, gallina, oso, pollito, oso, perro, pato, gato, tigre,burro, cerdo, ornitorrinco, serpiente.
Faltaba oveja. La única hembra indiscutible. La mantendría escondida junto a él durante toda su vida.
Encendió un fuego para calentar el lugar, quería calentarlo para siempre, un fuego inextinguible
más allá de las cenizas. Junto a la pared más alejada de la entrada, con todos ellos sentados en
círculo. Con los buitres fuera, antes del anochecer, dibujando los círculos en el cielo que dentro
suyo estrangulaban su corazón. Cuidadlos, por favor, llamad al zorro, no les dejéis solos, no nos
dejéis morir así, abandonados en el tiempo.
La luna era una luz áspera y fría, una maldición de tristeza infinita.
Y el amanecer lo cargó de vuelta deslizándose por los raíles del día.

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