Estrellas en el cielo, por Laura L. A.
El pitido reverberó en las paredes de metal, resaltando la soledad que impregnaba cada centímetro de la nave. El robot quitó el modo de suspensión y encendió la pantalla.
—Modelo Ak-16, ¿cómo estás? —preguntó el gobernador de un planeta perdido de una galaxia que poco le importaba—. Te necesito para una voladura: es un planeta deshabitado y muy contaminado, no creo que haya problemas.
—¿Para cuándo lo necesita? —preguntó el autómata con voz metálica.
—Para el mes del aniversario, cuando creas conveniente con previo aviso; la vista comienza en dos. Nos gustaría algo espectacular —insistió el hombre, como si el ser de metal no supiera hacer su trabajo.
—¿Qué hago si encuentro vida?
El hombre se rio.
—¿Es que no me has escuchado? ¡Está deshabitado! Está tan contaminado que nada podría sobrevivir allí.
—¿Qué hago si encuentro vida? —insistió el robot sin dejarse amilanar.
—¿Es que no escuchas? —preguntó el hombre, enfureciéndose al momento—. ¡Está contaminado, no hay vida!
—¿Qué hago si encuentro vida?
—¿Vas a seguir con esas?
—Hasta que todas las posibilidades queden cubiertas, sí.
—Está bien, solo si encuentras algo de nivel cuatro, puedes mantenerlo con vida, pero si no acabas el trabajo, mandaré a otro.
—De acuerdo.
El autómata desconectó, sin comprender por qué el hombrecillo se había enfadado tanto. Siempre pasaba lo mismo con los humanos: querían todo sin problemas, pero si no especifican, los problemas acababan surgiendo.
Conectó su puerto wifi a la nave, solo para tener un pequeño contacto con algo lógico y familiar. Se deslizaron al otro extremo de la galaxia, donde una roca negra, triste y abandonada giraba alrededor de un planeta colorido y vital.
—Pareces triste, pequeña luna —dijo al planeta el humanoide.
Parecía un amante desechado buscando la atención de una criatura hermosa e inalcanzable, a la que una vez pudo cautivar. Pero ahora solo giraba a su alrededor, reclamando una mirada esquiva para seguir vivo… y pronto iba a saltar por los aires para festejar algo que poco importaba al autómata.
La nave sobrevoló los edificios destruidos, la tierra yerma teñida de colores tristes y que causaban muerte. Era cierto, los niveles de radiación y de gases tóxicos. Debió ser una colonia minera muy rica por lo que veía en los edificios derruidos.
La alarma sonó, había vida, pero el ordenador no era capaz de determinar el nivel, tendría que hacerlo él mismo en tierra.
Al aterrizar, la tierra crujió con una sequedad propia de los muertos, piel apergaminada de tierra y huesos de arcilla. Alzó el brazo y siguió el pitido con calma, escuchando sus pasos silenciados por el pesado aire a su alrededor.
Entonces vio a la última vida de aquel planeta: era calvo y demasiado escuálido. La piel era amarilla por las enfermedades, extraños bultos asomaban por entre sus brazos, bajo los harapos que usaba como ropa. Pero no sabía determinar si era un niño o niña, ya que su carita estaba cubierta con una máscara de gas enorme. Llevaba un peluche que lo que debió ser mucho tiempo atrás un perrito, que ahora brillaba en morado a causa de la contaminación.
El robot suspiro y realizó un escáner rápido. La criatura tosió, acercándose a él sin temor, pero su cuerpecillo temblaba demasiado y podía escucharla por encima de la polución: no hizo falta acabar el análisis para saber que iba a morir en poco tiempo. El humano le cogió la mano y acarició el frío metal con su cara. Había pasado mucho tiempo en soledad, se veía. Parecía un gatito abandonado.
Aquella suave manita pequeña tiró del enorme cuerpo, que la siguió sin poner resistencia. Cuando llegaron a un bunker aún operativo, la criatura se quitó la máscara y sonrió sin demasiados dientes, pero se veía un candor y una inocencia en cada rasgo mutado, eso no cabía duda.
Parecía no tener voz, ni recuerdos de una vida anterior, tan solo trocitos de basura a los que quería con locura, que se la ofrecía a su invitado con una sonrisa suplicante. El robot los aceptaba todos con un asentimiento, agradeciéndole con caricias en la cabeza, ya que temía que se asustara al escuchar una voz. Pero cuando le escuchó usar algún gruñido emocionado, el robot habló y el pequeño sonrió con ansia. Sabía lo que era la comunicación.
Su anfitrión le mostró lo poco que quedaba de un huerto lleno de frutos pequeños y arrugados, de colores poco naturales, pero que él comía con deleite. Al fondo podían verse unos restos de huesos que pertenecieron a adultos, debieron ser las personas que le enseñaron a entender el lenguaje. Cuando el robot rechazó la comida, el vio entristecerse.
—Yo como de las estrellas —le dijo y el niño preguntó:
—¿Esteeeeellas?
—Estrellas, sí. Son esto —dijo el autómata.
El ser de metal tocó un botón en su cabeza para mostrar un video de los movimientos estelares: era un cielo cuajado de puntos blancos, tililando. La criatura tocó el video, asombrada, sonriendo sin dejar de señalar los puntos luminosos.
—¿Estellas?
—Estrellas, sí —insistió el robot cogiéndole en brazos y poniéndole en sus rodillas—. Son bonitas, ¿verdad?
El chiquillo asintió, quedándose dormido entre los fríos brazos. El robot conectó canciones para que acompañaran a su anfitrión en el sueño, esperando que así pudiera aprender a hablar
El tiempo pasó, pero la salud del pequeño se deterioró. Casi no podía moverse, resollaba y miraba con sus preciosos ojos morados al robot pidiéndole su compañía.
—No te vayas —le pidió, habiendo aprendido a pasos acelerados el idioma, o recordándolo, el autómata no lo sabía.
—No me iré hasta que tú no decidas que tenemos que marcharnos —decía mientras le preparaba una sopa.
Siempre sopa, no le creía ya capaz de masticar. Las verduras crudas le habían destrozado la mandíbula.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte conmigo? —insistía el chiquillo.
—Siempre —aseguraba el robot acercándole la comida.
—Nadie… nadie… —balbuceaba sin aire.
—Entonces, hasta que nos podamos convertir en una estrella. ¿Te gusta eso?
El chiquillo asentía feliz, comiendo su sopa con ganas. El ser de metal solo podría saber con un análisis de sangre si era un niño o niña, pero no iba a hacer pasar al chiquitín un mal momento para saciar su curiosidad.
El humano le llamaba constantemente, exigiendo que cumpliera su encargo. Que se le echaban las fechas encima.
—¡A la mierda con la vida!
—Es un humano, un niño.
—¡Es un minero, esos eran peores que bacterias! ¡No tienen derecho! —aseguraba el hombre.
—Los parámetros del contrato son inviolables.
—¡A la puta mierda! ¡Acaba con el trabajo! ¡Vas a arruinar la fiesta! ¡Te lo ordena un humano de verdad!
Sin embargo, el robot aguantó hasta que vio que al pobre chiquillo le mataba la vida. Por lo que planificó el final con detalle.
Tomó al chiquillo entre sus brazos, se tumbaron al aire libre y le despertó. Casi no era capaz de mantenerse erguido, pero el robot le colocó la espada de carne contra el pecho inorgánico, esperando hacerle de soporte.
—Vamos a convertirnos en una estrella, ¿quieres?
El niño asintió con una sonrisa y el robot accionó los explosivos que había colocado alrededor del planeta. El aire se tornó en un arcoíris de fuego, y aunque su pequeño anfitrión no pudo responderle, sintió como ese pequeño corazón latía alegre en entre sus huesos quebradizos. El pequeño satélite fue la estrella más hermosa que jamás brilló en el firmamento.
El robot desconectó cuando el calor se hizo insoportable y se activó cuando el frío del espacio congeló sus circuitos. Aguardó a la nave con paciencia y cuando estuvo en su hogar, abrió el compartimento en su cuerpo, donde el peluche había aguantado, aislado de las temperaturas extremas. El autómata abrió una puerta oculta por los recambios y en aquella habitación llena de estanterías, se encontraban los tesoros más maravillosos de la galaxia: los regalos que le habían hecho los humanos a los que había cuidado antes de desatar el apocalipsis en sus hogares. Solo cuando morían, cuando ya no quedaban esperanzas. Colocó el perro encima de una corona y la foto de una familia feliz. Satisfecho, volvió al puente de mandos y observó las estrellas para alimentarse.
Era tan típico, todos deseaban convertirse al final de sus vidas en estrellas, pero ¿acaso se les podía culpar? ¿Qué había más hermoso que ver fuegos de colores iluminando el vacío infinito?
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