Fuera de tiempo, por Beatriz Alonso
- Equipo Dando Voz al Silencio
- 30 abr 2017
- 4 Min. de lectura
El vuelo procedente de Bombay iba a aterrizar con dos horas de retraso. Maca había tenido la mirada perdida durante todo el trayecto como si en las nubes pudiera encontrar sentido a las últimas 24 horas. Maldito mensaje.
Intenté hacerla volver pero era inútil. Había plantado un muro que la dejaba inaccesible y a mí me faltaban revistas y uñas para que aquel agotador vuelo acabara cuanto antes. Llegamos al pueblo dos años después de marcharnos y parecía que el tiempo se hubiera congelado desde entonces. Las mismas vecinas en el tranco, el mismo olor a cabras y naranjos, y la misma sensación de que aquel no era nuestro hogar.
—Luca, pase lo que pase, no digas nada por favor —dijo Maca antes de tragarse el orgullo y cruzar la puerta de su señora madre.
No hubo alegría ni añoranza en la mirada que se cruzaron ambas, sino mucho rencor y rabia acumulada. Maca soltó todo el aire de golpe y entró quedándose junto al marco de la puerta. Yo hice lo mismo pero me situé detrás de Maca. No era bienvenido en esa casa y tampoco habíamos venido a reabrir ese debate.
—¿Por qué no me habéis avisado antes? —le requirió Maca.
—¿Y qué hubiera cambiado? —le reprochó su madre.
—¡Era mi abuelo! Y sabías perfectamente lo que él era para mí, no me has dejado despedirme —le gritó Maca.
—Cuando te fuiste lo hiciste con todas las consecuencias y despedidas. Agradece que la tonta de tu prima te haya mandado un dichoso mensaje porque si por el resto hubiera sido—.
Maca cerró los ojos un instante y pude sentir todo un torrente de ira en la fuerza con la que me apretó la mano. Sabíamos que algo iba mal cuando dejó de recibir las cartas que su abuelo le enviaba a escondidas. Pensó que quizás su madre lo hubiera descubierto pero nunca que las flores crecerían ahora sobre él.
—¿Y la pluma?—.
—Donde tiene que estar—.
—Mamá, no me he recorrido medio mundo para discutir contigo. Sabes que el abuelo quería que me quedase con su pluma. Por favor, ¿dónde está? —le dijo Maca con toda la tranquilidad que pudo reunir.
Su madre, que conocía muy bien lo terca que podía llegar a ser Maca, abrió la puerta de casa invitándonos a irnos y antes de cerrar dijo —la tiene tu tía—.
La visita a la casa de la tía de Maca fue aún peor. Los gritos y los reproches iban y venían mientras su prima pequeña y yo permanecíamos inmóviles en un rincón de la recargada casa. Me sentía muy impotente y continuamente tenía que morderme la lengua para no callar a esa víbora asquerosa que no dejaba de soltar veneno, pero hacía tiempo que me dejaron muy claro que en la guerra de los Vazquez tenía que ser un mero mueble. Bueno, quizás algún florero podía hacer más que yo si acababa estampado en la cara de esa bruja.
La situación se caldeó hasta tal punto que acudió medio pueblo a ver qué pasaba. Solo les faltaba sacarse las palomitas para disfrutar de una tarde de circo. Después de dos horas aguantando todo tipo de insultos y sandeces, cogí a Maca por el brazo con firmeza. Se había acabado por hoy la función. Maca no dejaba de llorar y casi sin hablarme ni mucho menos mirarme llegamos a la puerta del cementerio.
—Muchas gracias por sacarme de casa de mi tía —me soltó Maca con ironía.
Agaché la cabeza y seguimos sin hablar recorriendo el laberinto de lápidas y coronas marchitas hasta llegar a un cerezo en flor donde descansaba su abuelo. Maca se limpió las lágrimas y con una tímida sonrisa se sentó junto a la lápida.
—Al final te has librado de coger el avión, viejito. ¿Y ahora quién va a pintar de amarillo el columpio en verano?—
Perdí la noción de las horas que Maca estuvo hablando con su abuelo, caí exhausto en la tumba de al lado. Volví a recordar el día que nos marchamos como dos fugitivos. Su abuelo y su prima eran los únicos que veían con buenos ojos nuestra locura y las ganas de ver mundo más allá del castaño del río.
El resto de los Vazquez me odiaban tanto que se les llenaba de espuma la boca solo con pronunciar mi nombre. Para ellos, yo era el culpable de que su recta hija fuera a acabar con su vida y razón no les faltaba. Ese día, Maca mandó a paseó sus vestidos caros y a su estirada familia pero no lo hizo por mí, sino por ella misma.
Cuando entreabrí los ojos para llamar a Maca y marcharnos ya de aquel seco pueblo, vi como su prima pequeña que siempre había adorado la valentía de Maca le daba algo más que un beso y desaparecía como un fantasma entre los cipreses.
Maca acarició la lápida de su abuelo, y se acercó a mí con un aura muy distinta a la que habíamos llegado.
—Es hora de irnos —.

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