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Recuerdos

  • Equipo Dando Voz al Silencio
  • 2 oct 2017
  • 3 Min. de lectura

¡Ah, los recuerdos! Qué maravillosos siempre, tan complejos, tan… Ellos. Pobre de aquel que no recuerda, de quien ha sido privado de su memoria. ¿Qué seríamos las personas sin nuestros recuerdos? Nada. Un hombre que no recuerda no es nadie, pues nada eres sin composición. Es como decir qué sería de un cuadro sin colores, de la música sin notas, de un libro sin letras, ¿qué serían? No serían absolutamente nada. Por eso, una persona necesita recordar. Los recuerdos son lo que compone al hombre y lo descompone, lo destruye y construye. Son fundamentales.

Tengo tantos recuerdos que se me hace difícil discernir cuál sería el mejor, el más perfecto, pero concluyo que no se busca un recuerdo perfecto, sino un recuerdo que estremezca. Uno capaz de hacerte sentir infinito e ínfimo al mismo tiempo, un recuerdo que den ganas de sentir.

Podría elegir entre miles de recuerdos uno de gran complejidad, con gran soltura y destreza, pero sería absurdo y ostentoso hacerlo. Decantémonos por uno más simple, uno de la infancia, donde los sueños se unen con la realidad para formar nuestros mayores deseos y temores. Un recuerdo que merece la pena perpetuar.

Mi recuerdo es, sencillamente, una tarde de lluvia. La lluvia delicada cayendo sobre el rostro, con lentitud, sin intención de aumentar su fuerza o paso, sin querer más que acariciar los árboles. Esa tarde, de día nublado, en la que sales sin paraguas, porque no piensas que vaya a llover y, en mitad de tu paseo, te sorprende una suave llovizna, fresca y agradable. Sigues caminando, sin querer regresar, y la lluvia aumenta de intensidad aunque tú, lejos de volver a tu hogar, extiendes los brazos y giras bajo la lluvia, sonriente, y sintiendo la fuerza y el placer de la naturaleza en ti. Todos tus sentidos se alertan bajo las sensaciones que produce sentir tanta maravilla junta. El olor a almizcle, junto al césped recién cortado y el ambiente con cierta electricidad y sensación de tormenta. Tu piel, gota a gota empapada, sintiendo la frescura y el correr de las gotas por ella, el cosquilleo que produce al pasar corriendo y la ropa pegándose al cuerpo, al igual que el pelo, aplastado y empapado. Cierras los ojos porque sabes que no necesitas la vista para saber que llueve, ni para sentir todo lo que sientes en un instante, con la primera gota caer sobre ti.


Dicen que Dios está en la lluvia, y no sé si será cierto que Dios se encuentra en ella, pues ni siquiera estoy seguro de la existencia del susodicho, pero sí puedo decir que la lluvia esconde algo maravilloso, mágico, casi místico, que produce sensaciones que jamás obtendrías de ninguna otra forma, que no hay nada que erice más tu piel que sus caricias. De existir Dios, estaría en la lluvia, estaría en un fenómeno que siempre tuvieses al alcance; la lluvia definitivamente es mística.

Por eso, necesitamos los recuerdos, porque sin recuerdos no podríamos saber qué es la lluvia, ni cómo se siente, ni siquiera lo que es pasear bajo ella un día nublado en que has olvidado el paraguas, y los recuerdos nos forman, nos confrontan y nos realzan. Los recuerdos idealizan a las personas, pero jamás a los fenómenos, y para mí no hay mayor amor que la lluvia. La lluvia te lo da todo, si no existiese la lluvia ¿cómo íbamos a borrar el mal? La lluvia sirve para limpiar el alma.

Los recuerdos, ¡oh, sí, los recuerdos! ¡Y la lluvia! ¡Qué dos fenómenos más extraordinarios, son ambos! Los recuerdos, qué belleza tienen, qué hermosura, qué tristeza a veces y qué deseo el que te aporta en su momento. Qué buenos son los recuerdos, y qué triste es olvidarlos. Qué triste es perderse a sí mismo, cuando no se es capaz de recordar quien se es. Qué tormento quien no conoce, quien no sabe, quien no recuerda… Qué tristeza, sin duda, vivir sin recuerdos.

 
 
 

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